Me hace gracia que en pleno debate sobre el grado de permisividad que nuestras autoridades debieran tener respecto al burka, al niqab o a cualquier otra vestimenta tradicional utilizada por las mujeres de confesión islámica, se nos olvide tan de repente lo que éramos no hace tantos años atrás.
Mi madre no podía entrar sin un pañuelo o velo puesto en la cabeza en la iglesia de la parroquia de nuestro barrio, a la que dejó de ir por la cerrilidad de la caverna apostólica española, que no romana. Por mi parte, dejé de tenerle aprecio a esa cueva tras descubrir el cinismo y la hipocresía de la institución que regentaba sus entradas, gracias a muy buenos amigos, todos ellos jesuitas franceses. Lo hacen muy bien, sin duda, pero lo suyo no va conmigo. Salvo los vinos, las diapositivas de los mil viajes del Abbé Aubin y de sus acciones en el CAC 40. ¡Ay Eugenio, esa bailarina que nos invitó a cenar en su casa de París y tú con tu impecable alzacuellos, no podré olvidarlo aunque mil años viva!
Volvamos al tema, me acuerdo que, en los pueblos de la sierra madrileña, las viudas vestían de luto el resto de su vida y llevaban pañuelo acorde en la cabeza, que no se quitaban ni para ver la televisión en sus casas. Vaya a Sicilia o a Cerdeña y verá lo mismo. El esplendoroso azul del cielo y del mar Mediterráneo ignorados por el color negro hormiga de sus ribereñas.
El caso es que con esta foto titulada "muchachas ibicencas", probablemente tomada a mediados del siglo pasado, se demuestra que el niqab no es nada foráneo o temporal. Con sus rosarios en las manos y sus sillas, no sé si esas señoritas salen de un velatorio o pretenden echar la tarde en la plaza del pueblo, cosiendo y poniendo de chupa dómine al resto del vecindario. Pero el caso es que van vestidas como muchas mujeres que he cruzado estos días en Doha y en Mascate.
En fin, es un falso debate para distraer las conciencias de los ciudadanos de los verdaderos problemas que afectan a nuestra sociedad. Hay voces a favor y en contra de reprimir el uso de prendas que huelan a religión y que además denotan represión y marginación de la mujer. Se dice que penalizarlas sería, además, un segundo castigo para las mujeres obligadas a llevarlas. ¡Grandiosa contradicción!, llevarlas es signo de discriminación por motivo de género, lo que constituye un delito, pero no se puede prohibir su uso porque supondría, o la paliza del marido de turno o la multa y el escarnio por parte del castigador público de ciudadanos, que suele estar reencarnado bajo la forma de un policía municipal. La pobre musulmana no parece tener escapatoria ante esta doble represión.
¿Hasta cuando vamos a tener que soportar esa falacia, esa hipocresía sobre problemas que no existen o que no tendrían por qué existir? A la que quiera llevar una prenda de cabeza islámica, que se le permita hacerlo, como tantos millones de españolas llevan peinetas y mantones de Manila, y crucifijos y medallitas de la Vírgen colgadas del cuello de sus cadenitas de oro, en su casa, en el cole o en el curre, o como yo llevo la camiseta de San Iker en el Club Naútico los fines de semana. Y a las que no quieran hacerlo, que no lo hagan y que el Estado las proteja y castigue al verdadero represor, ya sean sus maridos, sus hermanos o el imán de la mezquita más próxima. Tanto que hablamos de igualdad de género, admitamos que la mujer musulmana que vive en nuestras sociedades es ya mayor de edad y consciente de lo que le interesa.
Eso sería un verdadero Estado de derecho, y no esa podredumbre legal que impera ya en media Europa, que solivianta y divide a los ciudadanos, y que para colmo NO ha conseguido mejorar el clima de odio y desconfianza que se está instalando progresivamente entre distintas comunidades étnicas o religiosas en nuestras ciudades. Ejemplos sobran, ya sea en El Ejido o en las barriadas periféricas de París o Londres. Y es que el Estado de derecho también debería comenzar a tomar medidas respecto a todo aquel que no quiere adaptarse y rechaza, a veces con violencia, nuestras costumbres y modos de vida. Sin complejos y sin traumas. Un respeto a la diversidad cultural y a sus costumbres - siempre que no sean contrarias a la Ley - pero si no le gusta lo que hay, multa y tentetieso, y si nada funciona, puerta. Intolerancia no, tomadura de pelo tampoco.
Eso sería un verdadero Estado de derecho, y no esa podredumbre legal que impera ya en media Europa, que solivianta y divide a los ciudadanos, y que para colmo NO ha conseguido mejorar el clima de odio y desconfianza que se está instalando progresivamente entre distintas comunidades étnicas o religiosas en nuestras ciudades. Ejemplos sobran, ya sea en El Ejido o en las barriadas periféricas de París o Londres. Y es que el Estado de derecho también debería comenzar a tomar medidas respecto a todo aquel que no quiere adaptarse y rechaza, a veces con violencia, nuestras costumbres y modos de vida. Sin complejos y sin traumas. Un respeto a la diversidad cultural y a sus costumbres - siempre que no sean contrarias a la Ley - pero si no le gusta lo que hay, multa y tentetieso, y si nada funciona, puerta. Intolerancia no, tomadura de pelo tampoco.
Todo, salvo ver a una niña musulmana llorar cada día que va a su colegio, ¿no están de acuerdo?
No crean que mi posición es chocante o exagerada, cualquiera de nuestras hijas, llevando un vestido o una falda relativamente sugerentes, conduciendo un coche o besándose con su noviete en una cafetería acabaría en muchos países musulmanes en Comisaría y con un par de bofetones por añadidura. No hablemos ya de obtener un permiso para construir una iglesia cristiana en unos de esos países. Se trata de una pelea entre cavernícolas, de acuerdo, pero no la ignoremos. No seamos racistas ni xenófobos, nunca. Pero tampoco miremos hacia otro lado y afrontemos el problema con pragmatismo, algo que la corrección política, impuesta como moda por los países más hipócritas del planeta, nos impide hacer muy a menudo sin darnos cuenta.
Quienes sí se dan cuenta, aunque les importe una higa el fondo del debate, son los que pueden ganar o perder votos con esta polémica y que acaban improvisando medidas al dictado del asesor y falso progre de turno, horterilla y aspirante a cliente asíduo del Déjate Besar. ¡Que ralea, parecen suecos, todo el día prohibiendo y regulando, que asquito de neonazis disfrazados de caperucitos rojos, que no caperucitas, que una mujer nunca haría eso! Tomen nota, como decía mi admirado colega y profesor Fernando Morán, prohibir debería estar prohibido.
No crean que mi posición es chocante o exagerada, cualquiera de nuestras hijas, llevando un vestido o una falda relativamente sugerentes, conduciendo un coche o besándose con su noviete en una cafetería acabaría en muchos países musulmanes en Comisaría y con un par de bofetones por añadidura. No hablemos ya de obtener un permiso para construir una iglesia cristiana en unos de esos países. Se trata de una pelea entre cavernícolas, de acuerdo, pero no la ignoremos. No seamos racistas ni xenófobos, nunca. Pero tampoco miremos hacia otro lado y afrontemos el problema con pragmatismo, algo que la corrección política, impuesta como moda por los países más hipócritas del planeta, nos impide hacer muy a menudo sin darnos cuenta.
Quienes sí se dan cuenta, aunque les importe una higa el fondo del debate, son los que pueden ganar o perder votos con esta polémica y que acaban improvisando medidas al dictado del asesor y falso progre de turno, horterilla y aspirante a cliente asíduo del Déjate Besar. ¡Que ralea, parecen suecos, todo el día prohibiendo y regulando, que asquito de neonazis disfrazados de caperucitos rojos, que no caperucitas, que una mujer nunca haría eso! Tomen nota, como decía mi admirado colega y profesor Fernando Morán, prohibir debería estar prohibido.